Marbenes

Marbenes
Ésta soy yo, tenía un mal día...

La balada de la reina descalza, Joaquín Borrell (prestada a Gemma)

De niña, en cuanto mi padre comenzaba a declamar poesía, esos poemas que recitaba de memoria, improvisando sobre la marcha y sin perder ripio cuando olvidaba alguna estrofa (siempre las mismas, qué curiosa es la memoria), corría a coger mi asiento favorito en la primera fila –esto es, en sus rodillas- o, si éste ya estaba ocupado por la primera dama de la obra de su vida –mi madre-, que nos deleitaba acompañándole a dos voces en ocasiones, me contentaba con el palco lateral derecho –en un brazo de su sillón; en el otro se colocaba mi hermano-. Mientras les escuchaba embelesada mil emociones me recorrían: lloraba y reía con las miserias y el estoicismo de El Piyayo, “un viejecillo renegro, reseco y chicuelo; la mirada de gallo pendenciero y hocico de raposo tifioso..., que pide limosna por tangos y maldice cantando fandangos gangosos...”, conjeturaba sobre las caricias imaginadas escondidas tras las frases de amor del Tenorio, vibraba con los sueños de Machado, o me divertía imaginando que era yo quien esquivaba las estocadas dialécticas de Quevedo.

Después me refugiaba en la soledad de mi habitación con “ese” libro, un tomo muy gordo y muy gastado con las “mil mejores poesías de la lengua castellana”, a salvo de las mofas de mi hermano pequeño –una cruz difícil de portar por aquel entonces- pero, desgraciadamente, sin protección alguna frente a mi propia valoración. Allí practicaba en voz alta, pretendiendo emularles, y sintiendo, como si de una herida física se tratara, que jamás llegaría a hacerlo bien. Por más que lo intentaba no conseguía emocionarme cuando era yo quien leía poemas. Mientras él iba declamando, lágrimas osadas inundaban su mirada, a su boca asomaban pícaras sonrisas, su voz se tornaba grave o aflautada o suplicante según el carácter serio, alegre, o dramático del argumento. Yo nunca lo logré. Tal vez por eso, desde que él me falta, jamás he vuelto a abrir un libro de poesía, aunque me sigue encantando escucharla.

Y tal vez por eso también ésta ha sido la novela que menos me ha gustado de Borrell, que en absoluto quiere decir que no me haya gustado, sino que me han gustado más las otras. Porque muchos de sus diálogos están escritos en verso y, en mi torpe intento de declamar con ritmo, de sorprender la belleza de la rima, me pierdo en el proceso desvinculándome de la historia.

La historia arranca cuando el príncipe Al-Mutamid, futuro rey de las taifas de Sevilla, Córdoba y Murcia, guerrero famoso por su pasión por la poesía y por ser a su vez poeta y generoso mecenas de poetas, conoce por casualidad a Itimad, una bella muchacha que trabaja como criada en una mulería y es muy aficionada a las rimas, y se enamora de ella. Sin embargo, el hecho de que el príncipe se case por amor con una criada no será bien visto por la mayoría y despertará todo tipo de envidias y traiciones. Después llega la conquista de Al-Andalus por los almorávides y el destierro. Esta es la base del cuento que nos narra Borrell y que no sé si será real que de verdad conociera a su esposa en esas circunstancias; no obstante, todos los personajes son históricos y también los hechos que rodean la historia principal, así como su pasión por Itimad a quien dedicaba todos sus poemas.

Desde la primera página te parece estar viendo un teatrillo, ¡ojo!, no leyendo una obra de teatro, sino viéndola... en tu mente. Pocas descripciones, y muy pragmáticas, del lugar y los gestos o posiciones de los personajes, lo suficiente para poner al lector en situación, y el resto diálogos. Muchos de ellos en verso; sin embargo, no se trata de una obra versificada ni se parece al estilo de “Música y lágrimas” en la que pareciera que los personajes hablan cantando (siempre) y eso es lo más natural del mundo, no, en este libro, los personajes declaman adrede y sólo cuando se lo proponen, gracias a Dios.

En el transcurrir del cuento atisbamos como de soslayo pequeñas señales de su fina ironía, tan prolija en otras obras suyas y en ésta levemente perfilada. Pero también se observa, entre ciertos anacronismos, lo mucho que sabe sobre el tema.

A lo largo de toda la novela sorprenden y extrañan estos anacronismos mencionados, que son poco habituales en la obra de Borrell, como la métrica utilizada en los versos o el espíritu caballeresco (de novelas de caballería) del príncipe y sus acólitos, que quedarán no obstante perfectamente explicados en el epílogo (si es que se quiere leer éste).

Porque donde de verdad sorprende el autor y se destapan su verdadero ingenio y sentido del humor es en el epílogo “voluntario”. Voluntario porque puedes elegir leerlo o no hacerlo e incluso, si no lo haces y puedes demostrarlo, se compromete a devolverte la parte proporcional del importe total del libro. Sinceramente un derroche de inteligencia, sapiencia y buen humor. Pero de él no os contaré nada más porque a mi juicio, ya que no entiendo de poesía, éste es lo mejor del libro ya que, además de enseñarme, me hizo reír a carcajadas.

Más allá del estilo poemístico que ha dado a la novela por mejor homenajear ciertas cosas (explicadas en el famoso epílogo), Borrell no pierde su ingenio ni su fino sentido irónico y, aunque como ya he reconocido no me ha sido tan fácil su lectura como la de otras de sus obras, me ha parecido una novela muy recomendable. Vamos, que me encanta este autor, no sé si ya lo había dicho antes...

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