Marbenes

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Ésta soy yo, tenía un mal día...

El Señor de las Tinieblas, de Alberto Vázquez-Figueroa

Ahora mismo no recuerdo qué otras obras habré leído de este escritor, ni si he leído alguna, que a lo mejor ésta es la primera, con mi memoria nunca se sabe. Así que no puedo comparar su "evolución" como autor ni la mía como lector. Pero como Cortázar expresó maravillosamente en un artículo, yo soy de esos "realmente idiotas" que se emocionan con dos de uvas, para bien o para mal, así que puedo decir sin temor a sonrojarme -pues me siento orgulloso de pertenecer a la misma clasificación en la que se incluía el gran Julio- que me ha encantado este libro que he comenzado y terminado en un día; no porque sea corto, que no lo es, sino porque engancha de tal manera que no puedes dejarlo como si de un imán se tratara y tú fueras un simple objeto sin voluntad y hecho con sustancia férrica.

La historia que nos cuenta es similar a la del Fausto de Goethe pero sin esos tintes tan melodramáticos y siniestros. Como si fuera lo más natural del mundo, y al mismo tiempo lo más inusual y descabellado también, a Bruno Guinea, el Cantaclaro, que es como llaman al protagonista de esta obra, se le aparece Satanás en persona para comprarle su alma. Él es un hombre honesto y entregado a su trabajo de médico investigador del cáncer que en absoluto piensa haber hecho nada que pudiera llamar la atención del Maligno; de hecho, hasta el momento de la aparición se declaraba agnóstico, pero descubrir sin lugar a dudas que existe Satán implica sin lugar a dudas también la existencia de Dios, y eso le complica, y mucho, la vida. La oferta del Señor de las Tinieblas le pone en un brete de terrible solución pues haga lo que haga él pierde, y tome la decisión que tome le acompañarán los remordimientos y el pesar por siempre.

La trama no sólo es maravillosa, es también original en cuanto a lo que se deduce de la actuación de Satán y del ser humano. El planteamiento es sublime: cualquier elección que tome Cantaclaro, que es una persona normal, es mala para él y éste, pese a no haber sido elegido al azar ni mucho menos (el maligno sabe lo que se hace), no ha sido designado precisamente por sus logros frente al mal, ni tampoco frente al bien. El estilo es sencillo, casi diría vulgar, sin buscar en ningún momento florituras ni complejidades, lo que en muchos casos es de agradecer. Cuenta las cosas como si lo único importante para él fuera dar vida a sus personajes y sus historias y no cómo hacerlo, primando el fondo sobre la forma, es como escuchar a un amigo contando un relato.

Las metáforas sobre lo cercanos que se encuentran, y la diminuta línea que en la práctica separa, el bien del mal, Dios de Satán, soberbia de humildad te hace pensar, sobre todo, qué harías tú en una situación como esa, y más tarde, aliviado porque no es una decisión que debas tomar tú, qué sientes respecto al problema que se le plantea al amigo Cantaclaro.

Los personajes no están meramente pincelados sino que los retrata con defectos, virtudes, logros y fracasos, anhelos y desprecios tan perfectamente que quisieras conocerles de interesantes que resultan sin dejar de ser figuras que podrías encontrarte por la calle cualquier día. No son buenos ni malos, son personas.

El ritmo de la obra, dejándote respirar, no tiene paradas ni pausas y se entrega por completo, incluso en sus descripciones que nunca están de más, a la consecución del argumento. No tiene relleno, y ninguna de sus frases debería no estar.

Francamente es una lectura que me impele, lo quiera o no, que sí quiero, a buscar entre mis estantes otros libros de este autor y acometer su lectura sin tardanza. Ni una sola vez a lo largo de sus 319 páginas me he aburrido y si, como es el caso, la enseñanza que puedo entresacar es benefactora para mi espíritu, lo menos que puedo hacer es recomendar su lectura.

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