Marbenes

Marbenes
Ésta soy yo, tenía un mal día...

El médico de Stalingrado, de Heinz G. Konsalik

No diría que es una gran novela, ni siquiera diría que el tema esté tratado con objetividad, pero si por algo me ha gustado ha sido por la esperanza que alumbra de que dos pueblos enfrentados, por muy diferentes que sean, por mucho odio que tengan inculcado, por mucho daño que se hayan hecho, cuando se encuentran reducidos a su mínima expresión de personas siempre se dan una posibilidad de acercamiento.

Es difícil encontrar información sobre este escritor alemán de principios del siglo XX. Su padre se empeñó en que estudiara medicina, pero en secreto estudió también teatro y periodismo, de ahí su pasión por escribir novelas relacionadas con temas médicos. Durante la IIGM luchó en el ejército alemán, con el que intervino en la campaña de Rusia, en la que resultó gravemente herido. Como resultado de esta experiencia bélica, varias de sus novelas están ambientadas en esta época y lugar. Otras obras de este escritor son: Natacha, Diagnóstico cáncer, Eran diez, Doctora Erika Werner, Corazones perdidos, y Frutas silvestres como postres.

En ésta, nos habla de las circunstancias en que se vivía en un campo de trabajo ruso después de la IIGM, y toca también ligeramente la situación en los campos de castigo rusos. Los protagonistas, unos médicos alemanes y sus guardianes rusos, evolucionan desde el odio más encarnizado hasta un entendimiento humano y conmovedor. En algunos casos incluso al amor; por parte de los alemanes un amor condicionado por la soledad y la separación de los suyos que les arrojan en brazos de las fogosas, celosas hasta matar y morir, casi salvajes oficiales rusas; por parte de éstas un amor rabioso que no comienza con la piedad sino al contrario, ésta viene después del enamoramiento, que se produjo por admiración, por el contraste de estos hombres con los suyos.

Así, nos cuenta la historia de unos médicos alemanes que han sido internados en un campo de trabajo como prisioneros de guerra. Más tarde, según el Plan de 1950, con la intención de retenerles más tiempo por el bien de la causa comunista y de la gran madrecita Rusia como trabajadores-esclavos, se les declarará, a aquellos aún aptos para trabajar, prisioneros criminales.

[…] “Harkov sonrió y presentó al siguiente: un sargento alto, de anchos hombros. Un bávaro, campesino y cuidador de vacas.
La intérprete tomó un nuevo papel.
-¿Había usted sido afectado a los transportes? ¿Qué debe entenderse por esto?
-Estaba encargado del suministro.
-Bien. Se le condena a muerte, porque su misión permitió a los alemanes el medio de destruir a Rusia. Esta pena es conmutada por la de veinticinco años de trabajos forzados.
El doctor Kresin empujó a Vorotilov, que, delante de él, miraba obstinadamente al suelo.
-Sólo nos queda quitarnos el uniforme –dijo en voz baja-. Al obrar humanitariamente, hemos permitido que los prisioneros alemanes vivieran. Esto es un sabotaje de las represalias rusas. Vorotilov, le condeno al destierro perpetuo, en Liberia.
-Cállese. Estoy avergonzado. […]

La acción se inicia con un mutuo odio atroz por parte de ambos bandos y se va desarrollando hacia un punto de encuentro basado en la admiración y el respeto, pero sólo entre los oficiales protagonistas, mientras los demás siguen sufriendo las más duras condiciones de vida y muerte. Narra cómo los prisioneros mueren en los campos por falta de energía y alimento, y las comilonas que se permiten los comisarios y militares rusos; cómo mueren de frío los primeros, y los uniformes y abrigos de buen paño que llevan los últimos; cómo, los presos, carecen de las más elementales condiciones de higiene, de una enfermería digna, de cualquier tipo de libertad, de ningún derecho…

El impulso que les lleva a la evolución desde el odio hacia el respeto es el fin de destacar frente al partido y en principio ningún motivo humanitario. Como los médicos alemanes destacan por su buen hacer, el comandante del campo se propone conseguir la mejor enfermería para ellos, en la que no sólo sean atendidos los prisioneros sino también los rusos. Esto, al comienzo, da lugar a envidias y rencores por parte de los médicos rusos, pero no tardan en verse los resultados de la admiración profesional que, poco a poco, da pie a la personal. Y al producirse esto, los rusos se muestran más humanos y los alemanes también empiezan a sentir respeto por ellos. Sin embargo, el éxito les procura también disgustos con los más afamados médicos del régimen, a los que por supuesto dejan a la altura del betún.

Como ya he dejado ver, la narración es muy partidista y sesgada, y se nota largamente que está escrita por un alemán que, además, por la sensación que me ha quedado, era partidario del éxito del Tercer Reich (no respecto al odio al pueblo judío, de lo que no habla, pero sí de la supremacía del pueblo alemán). Así, los médicos alemanes aún sin medios y en unas condiciones lamentables de salubridad e higiene, careciendo de los medios más básicos y teniendo que operar con formones de carpintero y trapos sucios, les dan cien vueltas a los médicos rusos, quienes, aparte de no saber ni la mitad que los otros, tampoco respetan los valores éticos y morales que deben guiar a un médico tras su juramento hipocrático, y anteponen su odio a su deber humano y profesional.

De ese modo, las señales de su despectivo concepto de los rusos y, en contraste, de su admiración por los suyos se dejan ver a lo largo de toda la novela como un hilo conductor, pero tienen su máxima expresión en determinados momentos como estos:

[…] “-¿Y no puede intervenir nadie? ¡Sólo hay cabezas que se agachan, que aceptan órdenes, y lamebotas! ¡Entre los famosos soldados del Ejército Rojo, entre sus valientes oficiales, no existe ni uno solo que sea capaz de pronunciar una palabra contra la iniquidad!
-¿Pudieron ustedes hacerlo en tiempos de Hitler?
-¿Y no derribaron ustedes a Hitler para que pudiéramos hacerlo? ¿No era para ustedes la justificación oficial de la guerra, la liberación del pueblo alemán de su tirano?
-Fueron ustedes, los alemanes, quienes principiaron la guerra. ¡Nosotros, no! Ustedes asaltaron Polonia, invadieron Bélgica, Holanda, Francia, Noruega, Dinamarca, Italia, África, los Balcanes. ¡Y a nuestra madrecita Rusia, a pesar de un pacto de amistad! ¡No lo olvide! Sellnow no es sino una víctima de sus sistema. No le ha destruido Rusia, sino Alemania.” […]

[…] “-Naturalmente, no es cierto, caballeros –prosiguió el comandante-, que en Minsk llevaran ustedes a cabo investigaciones bacteriológicas en seres vivos. No es sino una acusación…
-Estás en un error –interrumpió el otro médico, llevándose las manos al bolsillo-. Efectivamente, cultivamos bacilos del cólera, para encontrar un suero contra ellos. Deben aceptarse ciertos sacrificios en beneficio de la ciencia… Si nuestras investigaciones hubieran llegado a feliz término, hubiéramos podido salvar a millones de hombres.
-¡Es algo inaudito, caballeros! Confiesan un crimen que les costará la vida.
-No lo ignoramos y aceptamos nuestra suerte. No somos como los oficiales del grupo Seydlitz, que se han pasado a los rusos, y llevan una campaña de odio contra sus hermanos alemanes. Ellos se han vuelto comunistas para salvar la vida. (…)
-¿Has terminado? –preguntó uno de los médicos.
-Sí, señores.
El médico dio un paso al frente.
-Nosotros no pertenecemos a aquellos que se niegan a aprender –dijo, reposadamente-. Éramos médicos de en las SS; ¿por qué negarlo? Admitimos haber llevado a cabo ciertos experimentos. Era inhumano, innoble, una violación del individuo. ¡Pero había tantas cosas inhumanas e innobles en aquella época! No es una excusa por lo que hicimos, y estamos dispuestos a pagar, aunque no comprendemos con qué derecho pretenden los rusos, que son el más cruel de todos los pueblos, convertirse en nuestros jueces. (…) Hemos estado en Sverdlovsk, Vorkuta, Vladimir, en el espantoso 5110/40, entre el Ob y el Irtych, y henos aquí en el 53/4. Cuanto hemos visto basta para convencernos que es preferible sacrificar nuestras vidas antes que admitir este abominable sistema de violencia, arbitrariedad, colectivización de las almas y desprecio por cuanto da dignidad al hombre. (…) ¿Puedo recordarle que la nueva ruta del mar Blanco ha costado más de un millón y medio de vidas humanas, prisioneros alemanes y civiles rusos? ¡Y usted intenta convertirnos a este sistema! (…)
-Son ustedes incorregibles –gruñó-. Lo lamento, caballeros. Quería sacarles de aquí…” […]

[…] “-¡Después de siete años! No, ocho. –rectificó el doctor Böhler, temblándole los labios-. ¿Regresaremos de verdad a Alemania?
-¡Sí! –exclamó Kresin-. Se irán todos. Y nosotros finalmente nos quedaremos solos, sin tener a nadie sensato con quien hablar… ¡Nos pudriremos en nuestra madrecita Rusia! Estamos tan acostumbrados a vosotros, sucios alemanes, que nos faltará algo cuando os marchéis. ¡Maldición!
Böhler le puso una mano en el hombro, sabiendo lo que sentía su colega.
-Venga con nosotros, Kresin –dijo en voz baja.
-¿A Alemania? ¡No! Soy ruso y amo a mi país. Soy bolchevique. […]

Sin embargo, el relato no deja de ser impresionante y patético y sirve para, sabiendo separar la cáscara del fruto, hacerse una idea de las condiciones inhumanas en que debían intentar sobrevivir los prisioneros allí confinados (no sólo alemanes, también rusos “desertores” o “traidores”, es decir, soldados supervivientes regresados a su patria, descontentos con el comunismo, y campesinos y paletos denunciados por rencillas antiguas y sin fundamento). Y, por otra parte, es significativo y esperanzador, como ya decía al principio, que pese a las crudas y crueles manifestaciones de odio descritas, el autor nos hable del nacimiento, lento pero seguro, de sentimientos de afecto, admiración y respeto entre los prisioneros y los militares rusos que los custodian. Conmueve al lector, al menos a mí, el desgarro emocional que les produce a unos y otros la discordancia entre los fallos de sus patrias y el amor por éstas. Así mismo, los conceptos y manifestaciones de honor, y deshonor, de alemanes y rusos tan diferentes y no obstante tan similares, tienen una belleza nostálgica que subyuga y emociona. Y no menos sorprendente resulta conocer los motivos que llevaron a unos y otros a ocupar las posiciones en que se encuentran.

En suma, esta novela me ha indignado a veces, en ocasiones me ha provocado una irónica sonrisa indulgente, y en otras me ha sobrecogido. Así que, aunque sólo sea porque me ha causado emociones, he aprendido cosas, en ningún momento me he planteado abandonar su lectura, y me ha obligado a buscar más información sobre el tema, no puedo dejar de recomendarla.

Título del original alemán, Der Arzt von Stalingrad
Traducción, C. Paytuvi
Licencia editorial para el Círculo de Lectores
© Plaza & Janés, S.A. 1965
Depósito legal B. 2851-68
319 páginas
(Aproximadamente 5€ en tiendas de Internet, más gastos de envío.)

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