Marbenes

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Ésta soy yo, tenía un mal día...

El Escribano del Secreto, de Joaquín Borrell

“Hallará quien lea esta historia gran deleite y enseñanza. Se cuentan en ella muchas penas y contentos vividos por don Esteban de Montserrat, escribano del secreto en el Oficio de la Santa Inquisición en el año del Señor de 1561…”
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Todo un descubrimiento, un regalo para el ánimo, este libro, que llevaba ya unos años en mi biblioteca, y que retomé hace unos días porque me picó el gusanillo al verlo –cuando fui a coger otro libro- ya que guardaba un vago recuerdo de que me gustó. Esto dice mucho sobre mí y mi tendencia a leer con ansia y sin aprovechamiento. Porque olvidar casi por completo un libro malo tiene un pase, pero olvidar un libro, hasta el punto que parezca que lo estás leyendo por primera vez, cuando éste es bueno, no tiene perdón.

El autor, Joaquín Borrell, nació en Valencia en 1956. Es licenciado en Derecho, escritor, y Decano del Colegio de Notarios de Valencia. Apasionado de la Historia, cultiva la novela histórica y cuenta con varias obras en su haber, algunas publicadas en castellano y otras en valenciano; sin embargo, es difícil encontrar información sobre él. Recibió el Premio Serra d’Or de literatura juvenil por la novela El bes de la nivaira, en 1991, y el Premio Néstor Luján por Sibil-la, la plebea que va a regnar, en 2001.

Adentrándonos en la novela que nos ocupa, tenemos en el plano de fondo a la “Santa” Inquisición Española en el siglo XVI. Usando un estilo fresco, ameno y sencillo, haciendo gala de una finísima ironía, y destilando un humor elegante e inteligente, nos va descubriendo los motivos de su “nacimiento”, su razón de ser, sus normas, su método, los procesos y las fases de éstos, su alcance, su jerarquía, el convencimiento de sus máximos ejecutores de estar actuando conforme a las reglas y deseos de Dios, las diferentes actitudes de éstos ante la vida, la corrupción de sus esbirros, y el sentimiento, el miedo y el talante provocados por “ella” en el pueblo, el llano y el noble.

“Se cuenta que Tomás de Torquemada, primer inquisidor general, tenía un gran sentido del humor. En un libro oculto en su despacho transcribía todos los chascarrillos que circulaban sobre la Inquisición y sus servidores; en la cárcel secreta, varios pisos más abajo, coleccionaba igualmente a los que los habían contado.
Aunque hace sesenta y tres años que murió Torquemada, ambas colecciones no han cesado de ampliarse desde entonces. Sin embargo, no me resisto a contar al menos una historieta, a guisa de introducción; que con todo lo que seguirá en estas páginas no voy a preocuparme de tales menudencias.
Anda en lenguas en mi tiempo el proceso del arzobispo Carranza, primado de Toledo, a quien el inquisidor general, don Fernando de Valdés, se ha empeñado en condenar por criptohereje. Según el cuento, el inquisidor, ante las protestas de inocencia de Carranza, y admitiendo en conciencia que el procedimiento le deja pocas oportunidades de demostrarla, le propone jugarse el veredicto a los dados. Si saca entre uno y cinco será declarado culpable. El arzobispo pregunta:
-¿Y si sale un seis?
-Volvéis a tirar […]”


Por entrar un poquito en materia –muy poco, que él lo explica mucho mejor en la novela-, y con tanto respeto que casi se diría miedo, ya que sin duda pueblan estas páginas eruditos en la materia –a los que agradeceré de buena fe cualquier enmienda o añadido-, expondré a continuación los exiguos conocimientos que he adquirido sobre el tema.

La Inquisición se instituyó en algunos países en el siglo XII tras la bula Ad abolendam, emitida por el papa Lucio III como instrumento para combatir la herética pravedad –la herejía de los cátaros principalmente-. La Inquisición Española, que no debe confundirse con la Inquisición en España, pues fue diferente de la del resto de países y dependiente de la monarquía y no del pontificado, se fundó tres siglos más tarde, a finales del siglo XV, por decisión de los Reyes Católicos, que solicitaron al papa Sixto IV la instauración de la Inquisición en Castilla y Aragón. Éste expidió una bula en 1478 por la que autorizaba a los reyes de España a designar y deponer inquisidores a perpetuidad. Duró tres siglos y medio, hasta que fue derogada en 1834.

Los historiadores no se han puesto de acuerdo respecto a los motivos que les llevaron a tomar esta decisión de importarla. Fundamentalmente se exponen tres: a) la intención de salvaguardar la unidad católica en sus territorios, b) la sugestión a la reina por parte de Torquemada, prior de los dominicos y confesor de ésta, de expulsar a la minoría de judíos conversos, y c) conseguir financiación (pues se confiscaban los bienes de los procesados). Lo cierto es que ya había un sentimiento antisemita y antimusulmán en el común de la población, y las revueltas por estos motivos estaban a la orden del día. Pero una vez instaurada, las delaciones servían, en muchas ocasiones, bien para quitar de en medio a vecinos molestos o competidores, bien para vengar viejas rencillas, pues los acusados debían, la mayoría de las veces, demostrar su inocencia de las formas más peregrinas que hoy en día quepa imaginar. Sin embargo, había que tener cuidado para no pasar de delator a delatado, según este libro, que nos deja claro que todo el mundo estaba expuesto a sufrir el peso de la Inquisición, nobles y villanos, acusados y acusadores.

Sus tribunales eran eclesiásticos y no civiles. Por ello, su competencia se limitaba “exclusivamente” a los cristianos bautizados. Lo que no es mucho decir, pues tanto musulmanes como hebreos debieron decidir entre ser expulsados del país, abandonando sus bienes y propiedades, o abjurar de su fe primigenia y bautizarse en la fe católica.

Así mismo, estos tribunales –a decir del autor- “no podían causar daño físico ni castigo”, su competencia era únicamente sacar a relucir la verdad, e inducir a confesar los pecados y arrepentirse de ellos. Por esto, los reos, tras el proceso inquisitorial -con sugerencia de pena de tormento o ajusticiamiento y “súplica de benignidad”- pasaban a manos de la justicia civil que finalmente llevaba a cabo la condena dictada por los inquisidores.

Pasando al primer plano, nos encontramos con una trama basada en un caso poco claro de conspiración hereje para matar a un inquisidor e imponer la fe luterana o hebrea –que no lo tienen muy claro los inquisidores y yo tampoco-, en el que se suceden delaciones, investigaciones, asaltos, asesinatos, huidas, persecuciones, detenciones, autos de fe y procesos. El autor nos sitúa de forma exquisita en la época, y nos muestra de forma llana y sin pretensiones el sentir y la manera de vivir de los hombres en la España del siglo XVI.

Narrado en primera persona, el protagonista, don Esteban de Montserrat, es el escribano del secreto en el tribunal del Oficio de la Inquisición de la ciudad de Valencia. Un personaje dotado con una gran personalidad y una experiencia vital variopinta que, sin embargo, él no reconoce y no por modestia sino por estar convencido de su inutilidad y la banalidad de su existencia. Estar falto de una pierna que perdió en una batalla cuando era soldado en el Tercio del Mar, dedicado a limpiar el Mediterráneo de piratas, le marca profundamente. Al no poder continuar por este motivo en el ejército, tuvo que dedicarse a esta profesión de escribano debido a que su rango familiar no le permitía realizar trabajos manuales, ni sus rentas sobrevivir, y poseía el título de Bachiller. Se declara conformista, pues a pesar de no comulgar con la Inquisición, trabaja por un sueldo y cierra los ojos ante las injusticias que no puede –ni desea- modificar, mientras que internamente la critica duramente. Viudo treintañero impenitente, que persiste en el amor a su esposa, vive solo con su criada, Mencheta, y las molestas -y menos ocasionales de lo que él quisiera- visitas de Soleta, la hermana de ésta.

“[…] El inquisidor hizo un alto, que aproveché para descansar el pulso, agotado por aquella catarata de multisílabos. Tal vez el lector piense que, como mal narrador, he adornado las intervenciones de ambos personajes, sustituyendo por cultismos sus expresiones más coloquiales. En tal caso ignora cómo un pedante se crece ante otro, al igual que dos pavos reales estiran su abanico para oscurecer el del rival. […]

Me ha parecido original -aunque ya lo había visto en otras obras- la forma de implicar al lector, al que hace varias alusiones a lo largo de la novela, avisándole, advirtiéndole y amenazándole, por ejemplo, con prolongarse o redundar en un tema o personaje concreto.

Papeles principales juegan sus excelencias los inquisidores. El dominico don Diego de Torreadrada y don Jerónimo de Orobia “–por mal nombre ‘el Pajuelas’ por la facilidad con la que encendía las hogueras; aunque huelga decir que nadie se lo decía a la cara ni aun a sus espaldas, salvo que mediasen doscientos pasos como mínimo-” perteneciente al clero regular. Con personalidades bien diferenciadas, son no obstante igual de fieros e intransigentes en el ejercicio de su profesión; si bien el primero es bastante más ambicioso que el segundo y éste último está fraternalmente implicado en el caso de herejía, lo que le obliga en cierta medida a considerar su, hasta el momento, arrogante postura. Su ilustrísima el inquisidor general del reino, don Fernando de Valdés, es -como buen merecedor de su cargo- el más soberbio y difícil de todos.

“[…] … ¿No estáis facultado para absolver los pecados? No era una actividad prevista por los inquisidores; lo que no impidió a Valdés asentir con solemnidad.
-Confesadlos –exhortó.
[…]
Sor Blanca se puso en pie, casi flotante sobre los leños.-Me asustáis –dijo-. En vez de formaros a semejanza de Dios, habéis acoplado su imagen a la vuestra, inflexible y vengativa. Cuando veáis que es amor en estado puro no le reconoceréis; y corréis el peligro de rechazarlo.
-Rechazaría a un Dios injusto –afirmó Valdés-, incapaz de distinguir a sus enemigos de sus fieles servidores.
-Os atribuís la potestad de juzgarlo –definí-. La Biblia alude a muchos pecados, pero sólo hay uno con mayúsculas, el que arrojó a Luzbel del cielo o a Eva y Adán del paraíso; aquel al que Jesús dedica sus palabras más duras. El pecado es la soberbia. […]”


Importantes son también otros personajes que no por ser secundarios son menos necesarios para la consecución del entramado argumental.

Domingo Marruch, marroquí y carretero de Benismuslem, quien da comienzo a toda esta historia con su delación sobre la falsedad en la conversión de unos moriscos bajo la tutela de don Juan de Orobia.

Sor Blanca de la Anunciación, en el siglo doña Blanca de Orobia, ingresada en el convento desde los doce años de edad, e hija del primer imputado en el caso tratado, y sobrina de uno de los inquisidores al cargo de la investigación, empeñada en salvar la reputación de su padre. Don Juan de Orobia, padre de doña Blanca y acusado –en realidad sus restos pues está muerto tiempo ha- de herejía e intento de asesinato –post mortem- sobre la persona de un inquisidor (para más señas su propio hermano).

Don Alonso de Baixell, ayudante del señor de Orobia en la cátedra de Súmulas, y doña Lía de Salomó, o de Santamarta, hermana de Isabel de Santamarta, una hebrea –hereje- ajusticiada por negarse a renunciar a su fe, que tendrán un papel determinante en el desenlace.

Marc Gladiá, librero de la calle Avellanas, encarcelado a raíz de la delación de un ladrón que robó de su tienda un libro prohibido.

Don Tello y don Enrique de Bustamante, padre e hijo, de ideas enfrentadas de tan diferentes; el primero –también catedrático de Súmulas y envidioso de la fama y el buen hacer de don Juan- encarcelado “por delator” o por delatar que viene a ser lo mismo, y el segundo perseguido por la Inquisición por oponerse a delatar.

El licenciado don Facundo de Fontrosada, promotor fiscal del Santo Oficio aun siendo de pocas luces, gracias a su pertenencia a una linajuda familia. El alguacil don Miguel Aliset, por fortuna, y contra lo esperable, incorruptible. Don Antonio de Villafría, alcaide de la cárcel secreta y convenientemente corrupto, como es de razón. Don Rodrigo de Ribes y doña Raquel, escribano de secuestros él y su barragana ella, algo que naturalmente ocultan a la sociedad.

El padre Jofre, tío de don Esteban y personaje singular en extremo para su época, y el pintor flamenco Kempeneer y su esposa doña Teresa, por ejemplo, que como otros tantos se ven implicados en el conflicto sin muchas ganas.

Completan el reparto doña Ana del Castillo, acusada de no tener levadura en casa el día de Pascua, Inés Roselló, la junta de teólogos, el herrero Adlert, los consortes Mifsud, el Musol, la Llaona, los sicarios apodados el Gosarro y el Sargantana, la osa Roxana y otros, que por no hacer esta lectura más pesada aún no voy a mencionar ya, componen y moldean, en fin, un relato que me ha hecho pasar muy buenos ratos y que he sentido que terminara tanto como anhelaba conocer el final.

No lo catalogaría como novela histórica, tampoco como novela de misterio, y no creo probable que -desgraciadamente- sea alguna vez éxito de ventas, pero sí es un libro que, como los buenos caldos, deja un regusto en la boca que apetece conservar. Ya desde la primera página se me dibujó una sonrisa admirativa, que reaparecía cada vez que lo abría de nuevo. No creo que pretenda enseñarnos historia y, sin embargo, según nos entretiene mientras va desgranando la fábula, vamos aprendiendo e imaginando, de la forma más amena, cómo debía ser la vida en aquel tiempo.

El tema, apasionante; la exposición, sensata, objetiva y desapasionada; los personajes, bien delimitados en sus personalidades y perfectamente ajustados a sus roles; la prosa, amable y liviana; las referencias históricas, precisas; las citas, atinadas; el humor, justo y fresco; el ritmo, ágil; la trama, interesante; el desenlace, excelente; y, en suma, la novela, absolutamente recomendable.

“[…] Don Diego hizo una pausa reflexiva.
-¿Sabéis qué es el Heptateuchon? -tanteó.
-Con ese nombre supongo que un hereje. […] ”

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