Marbenes

Marbenes
Ésta soy yo, tenía un mal día...

Eugenia de Montijo, emperatriz de los franceses, de Geneviève Chauvel

“Al rey, la hacienda y la vida
se han de dar; pero el honor
es patrimonio del alma,
y el alma sólo es de Dios.”

Pedro Calderón de la Barca, El alcalde de Zalamea

Esta novela me ha roto los esquemas y me ha forzado a buscar documentación para decidir, con conocimiento de causa, si podía continuar manteniendo mi ojeriza hacia la figura de Napoleón. Y esto es así, aunque la autora es francesa –vale, ya lo sé-, porque la protagonista, según la novela una gran mujer, era española de pura cepa y firme partidaria de la dinastía y los principios napoleónicos. Pero... ésa es otra historia.

La autora, Geneviève Chauvel, es una escritora francesa que durante muchos años ha sido reconocida como una de las más acreditadas periodistas especializadas en el mundo árabe, convirtiéndose en 1991 en la primera mujer occidental, y no musulmana, que recibía el premio internacional Emir Fakhreddine por su obra Saladino. El unificador del Islam. Pero esta obra que ahora me ocupa, alejada de su especialidad en principio, pertenece a un ciclo de novelas como son Reina por amor de 1993, Lucrecia Borgia: la hija del Papa de 2000, o La pintora de la reina: Elisabeth Vigier-Lebrun de 2003, entre otras, dedicado a las más destacables mujeres que vivieron y forjaron la Historia de Europa.

Para esta novela en la que nos narra la vida de esta Grande de España, que fue vilipendiada por una amplia mayoría de las gentes de su época, y ha sido convenientemente relegada por la posteridad, la autora se basa en primer lugar en los ricos archivos nacionales franceses y una amplia bibliografía, y en segundo lugar en cartas personales y entrevistas con testigos que compartieron su vida o parte de ella con la emperatriz.

Nos presenta a María Eugenia Ignacia Agustina Palafox de Guzmán Portocarrero y Kirkpatrick (condesa de Mora y de Teba, baronesa de Quinto y más tarde, como esposa de Luis Napoleón III, emperatriz consorte de los franceses; la que fuera la segunda hija del Grande de España Don Cipriano Palafox y Portocarrero, conde de Teba y de Montijo, y de Doña María Manuela Kirkpatrick y Grevigné, de supuesta noble ascendencia escocesa; también la hermana menor de Doña María Francisca, condesa de Montijo y duquesa de Alba por matrimonio; y la madrina de la princesa inglesa Victoria Eugenia de Battenberg, que años más tarde se convertiría en la esposa del rey español Alfonso XIII, ¡casi nada!), más conocida por Eugenia de Montijo, como el personaje principal e indiscutible de la obra, pero sin olvidarse de colorear y dar forma a los personajes secundarios y al momento histórico revolucionario en que vivió. Con amplia profusión de detalles particulares y referencias a pie de página, nos muestra al personaje en su forma más humana, en primera persona, incluyendo sus pensamientos íntimos, su infelicidad, sus alegrías, sus debilidades, y su fuerza de voluntad ante las adversidades.

Leyendo esta novela vemos aparecer, poco a poco, un retrato distinto del que la posteridad nos ha legado. Frente a la figura altanera, ambiciosa, egoísta, veleidosa, intrigante, soberbia, preocupada únicamente por la moda y las fruslerías, lejana al pueblo, olvidada de sus raíces, traidora a España, y otras características que algunos historiadores pretenden, la autora nos da a conocer una persona bastante distinta (pero, ¿cuándo no lo son figuras históricas y personas?): fuerte y débil a la vez, libre y dependiente a un tiempo, apasionada, impulsiva, directa, leal, idealista, celosa de lo que considera suyo, orgullosa de su estirpe, con capacidad para amoldarse a cualquier situación, preocupada constantemente por dar la talla y por no fallar a los que amaba, derrotada en muchas batallas y vencedora en otras mantenidas consigo misma en su afán por comportarse conforme su rango lo exigía. Una mujer que llegó a aceptarse tal como era aprendiendo a valorarse en su justa medida, que consiguió con esfuerzo superarse sin dejarse llevar nunca durante mucho tiempo por la desesperación, y que deseó más que cualquier otra cosa en el mundo ser amada y aceptada, sentirse integrada.

Un ejemplo de lo que expongo y que lo resume es lo siguiente:
Cuando conoció en un baile a Luis Napoleón, presidente de la república francesa en aquel momento, éste se fijó en ella por su belleza; sin embargo, no lo hizo con fines serios ni la vio como posible futura esposa, y le comunicó prácticamente a bocajarro, sin hacer gala de ninguna cortesía, sus burdas intenciones amatorias. Según cuenta la Historia, ella se negó pero sin demostrar ofensa, para dejar esa puerta abierta; circula el rumor, incluso, de que cuando el príncipe imperial le preguntó por el camino hacia su dormitorio, ella le contestó con divertida coquetería que allí sólo se iba “por la iglesia”. Sin embargo, lo que nos cuenta Geneviève a este respecto es que en ese instante ella perdió (momentáneamente al menos a juzgar por el resultado final) la admiración que sentía por este hombre y, reaccionando de forma bien distinta a lo relatado anteriormente, se mostró ofendida por la grosería y le contestó con una negativa firme y tajante. Para este punto concreto, la escritora se ha basado en una carta que la emperatriz escribió a alguien cercano relatándole el incidente; naturalmente en aquella ocasión estaban nada más que él y ella, por lo que ciertamente pudo contar los hechos a su manera; pero, precisamente porque estaban solos y ninguno lo hizo público nunca, en el mismo caso de moverse sobre suposiciones se hallará, a mi modo de ver, la Historia.

En cuanto al período histórico convulso que le tocó vivir, nos lo avisa antes del prólogo, no se inventa nada, se ajusta perfectamente a la realidad que conocemos, bastante novelesca ya sin artificios añadidos, sin permitirse más licencias que en lo tocante a la persona de Eugenia y su entorno particular. Hay que tener en cuenta que hablar de la persona y no de la emperatriz es harto difícil tanto en cuanto nunca aprobó la realización de una biografía ni concedió entrevistas profesionales. Así, la autora, haciéndola protagonista del momento en que vivió, quiso con esta novela darle voz a ese silencio, persistente e incomprensible para muchos, que mantuvo ante las más graves acusaciones. Como de los detalles históricos dudo que existan lagunas entre el personal lector (si es que alguien ha llegado hasta aquí), me centraré solamente en aquello que sobre el personaje nos relata.

Una señora curtida por el tiempo y la experiencia, ya cercana y aspirante a la muerte que la aguarda, desde esa distancia desapasionada y permisiva que concede la vejez, comienza a contarnos su largo paso por este mundo, haciendo especial hincapié en las personas y circunstancias que la rodearon, y en las profecías que en cierto sentido marcaron su vida.

Cuando era pequeña, una gitana le dijo que viviría muchos años y sería más que reina, pero moriría en la oscuridad –esta última parte del vaticinio, recuerda con nostalgia, la llevó a operarse de cataratas, pasados los 90 años, para vencer la partida al destino-. A mi entender, si yo creyera en estas cosas, claro, diría que el augurio no se refería tanto a causas físicas como a razones personales, políticas y sociales ya que, cuando la muerte, que ya le había arrebatado a todos sus seres amados, la alcanzó se encontraba prácticamente olvidada, y las páginas de la Historia en las que habita su memoria no han sido tampoco más benévolas con ella.

Esta mujer, perfectamente lúcida a su edad, se emociona rememorando la intensa admiración y el profundo amor que profesó a su padre y que la llevaron a respaldar firmemente la causa bonapartista; éste fue una persona fundamental en su existencia, que marcó no sólo su forma de ser y de ver la vida sino también su sino. Con su madre, sin embargo, nos confiesa que nunca se llevó bien; desde que era una niña le duele –aún le duele- el favoritismo que ésta sentía por su hermana y que no disimulaba, pero pese a todo siempre la quiso, como también adoró a Paca. Qué disfrute cuando su padre la llevaba a los campamentos itinerantes de gitanos y bailaban y cantaban juntos hasta el amanecer; recurrentes, estos momentos vuelven a ella una y otra vez en sus sueños de libertad –una libertad utópica para una mujer de su época y condición social, y que anhelaba para sí-. Todavía le causa furor traer a la memoria el trato indigno que algunos les dispensaban durante su niñez y juventud debido a las austeras condiciones con que hubieron de sobrevivir, porque no estaban económicamente a la altura de la nobleza de la España de la época, o las burlas a las que se vieron sometidos a causa de la ideología política de su padre, que siempre fiel a Bonaparte, mas esto formó su carácter y eso la enorgullece ahora.

Como si fuese una herida aún reciente recuerda el dolor que le provocaban las constantes ausencias de su padre, al que tenía idealizado, o el que sintió cuando las internaron en el convento del Sacré Coeur para su aprendizaje de señoritas, donde eran tratadas, ella y su hermana, como las pobres (de paupérrimas) extranjeras. A estas alturas –es vieja aunque se siente en plenas facultades- ya es algo anecdótico, pero no puede olvidar los dos grandes desengaños amorosos que le dejaron herida el alma antes de conocer a su príncipe, y que casi la convencen para ingresar en un convento; más tarde se reiría al recordarlo –¡ella en un convento!-, aunque en ocasiones, ante el discurrir de su agitada y polémica vida en la corte, que la agobiaba más que la alegraba, dudaba que la risa no fuera nerviosa por advertir la ocasión perdida de haber elegido vivir en paz. Al principio, ese digno silencio con el que contestaba a las calumnias, y que le fue impuesto por Napoleón III según la máxima de “uno no se defiende contra su pueblo”, la exasperaba, y se revelaba con todas sus fuerzas a callar, pero ahora lo asume como propio pues comprende que nada de cuanto pueda decir cambiará las cosas, que siempre habrá otro enemigo, otro rumor, otra fábula, otra exageración. Cómo la abrumaba, en muchas ocasiones, sentirse completamente en soledad aún estando rara vez sola, o el sufrimiento por sentir que, pese a ser dueña de un imperio, suspicaz su nuevo país y rencoroso el que le correspondía por derecho de nacimiento y casta, no tenía ya patria. Y, ¡ah, cuánto amó a su marido, y a su hijo, y a la causa bonapartista!; a ellos y sólo a ellos los antepuso a cualquier otra consideración, incluido su amor propio.

La emperatriz de los franceses era pues, según la autora, una mujer extraordinaria. Fervorosa creyente en la fe de Cristo y defensora de la Iglesia Católica, era no obstante supersticiosa como su esposo, pese a ser ambos muy inteligentes, y creía en leyendas y profecías. Gran amante del pueblo gitano con el que se veía identificada desde niña, siempre les envidió su libertad. Insegura ante la corte francesa, a la que tenía que considerar propia pese a que la trataron siempre como extranjera, se las compuso para parecer fuerte e inquebrantable. Acongojada por su gran responsabilidad, herida por el rechazo de españoles y franceses, siempre defendió a España, y luchó por el bienestar y los derechos de aquel al que consideró su pueblo y al que amó como tal desde el momento de su matrimonio. Sobradamente informada de la actualidad política en el mundo, sometida por verse, las más de las veces, relegada a la simple tarea de relaciones públicas como emperatriz consorte, siempre pensó con impotencia que podría hacer más de lo que hacía. Cometió errores políticos de bulto, es cierto, pero siempre alentada por la mejor de las intenciones. Humillada y dolida por las constantes aventuras de un marido al que antes amaba y admiraba, pero consciente de su alto compromiso, convirtió ese amor en amistad y franco apoyo. Indefensa e impotente ante la calumnia, y orgullosa para intentar justificarse, termina encontrando en el silencio un buen escudo. En ocasiones lamenta su alto destino, mas sin olvidar nunca que no puede ni debe quejarse pues es una privilegiada de la fortuna. En suma, una mujer que persiguió la felicidad y el amor, y a cambio encontró un imperio que no buscaba, pero al que plantó cara con valentía y ardor.

La novela, de más fácil y amena lectura que la reseña seguro, está bien documentada, escrita con un estilo directo y sin florituras innecesarias, y tiene buen ritmo. La autora, aunque francesa, es respetuosa con los personajes españoles así como con España y con su Historia, lo que es de agradecer dada la supuesta, y a veces manifiesta, enemistad soterrada entre ambos países. Y, finalmente, el personaje que nos revela es fascinante. Así que, como suelo decir, si entretiene y enseña, me atrevo a sugerir su lectura.

Colección: Últimos éxitos de la novela histórica
Título original: Inoubliable Eugénie
© Editions Pygmalion/Gerard Waterler, 1998
© por la traducción: Martine Fernández Castañer, 2000
© Edhasa, 2000
© de esta edición
Editorial Planeta-DeAgostini, S.A., 2001
ISBN: 84-395-9198-5
Depósito legal: B.38.392-2001
486 páginas

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